Isaac Asimov | Un culto a la ignorancia
Analecta Literaria
lunes, 3 de enero de 2022
Versión española
traducida del inglés de Luis Alberto Vittor
Es difícil discutir con esa antigua justificación de la prensa
libre: «El derecho de América a saber». Parece casi cruel preguntar,
ingenuamente, «¿El derecho de América a saber qué, por favor? ¿La ciencia? ¿Las
matemáticas? ¿La economía? ¿Las lenguas extranjeras?». Ninguna de esas cosas, por supuesto. De
hecho, cabe suponer que el sentimiento popular es que los estadounidenses están
mucho mejor sin ninguna de esas tonterías. Hay un culto a la ignorancia en
Estados Unidos, y siempre lo ha habido. La cepa del anti-intelectualismo ha
sido un hilo constante que serpentea por nuestra vida política y cultural,
alimentado por la falsa noción de que la democracia significa que «mi
ignorancia es tan válida como tu conocimiento».
Los políticos se han esforzado habitualmente por hablar la lengua
de Shakespeare y Milton de la forma menos gramatical posible para evitar
ofender a su público dándoles la impresión de haber ido a la escuela. Así,
Adlai Stevenson, que incautamente permitió que la inteligencia, la educación y
el ingenio se asomaran a sus discursos, se encontró con que el pueblo
estadounidense acudía en masa a un candidato presidencial que inventó su propia
versión de la lengua y que ha sido la burla de los satíricos desde entonces.
George Wallace, en sus discursos, tenía como uno de sus
principales objetivos al «profesor cabeza de chorlito»,1 y con qué clamores de
aprobación esa frase despectiva era siempre bien recibida por su auditorio
«cabeza de chorlito».
Palabras de moda: Ahora los oscurantistas tienen un nuevo eslogan:
«¡No te fíes de los expertos!». Hace
diez años, era «No te fíes de nadie mayor de 30 años». Pero los vociferantes de
ese eslogan se dieron cuenta de que la inevitable alquimia del calendario les
transformó en mayores de 30 años indignos de confianza, según parece,
decidieron no volver a cometer ese error. «¡No te fíes de los expertos!» es
absolutamente seguro. Nada, ni el paso del tiempo ni la exposición a la
información, convertirán a estos gritones en expertos en cualquier tema que
pueda ser concebiblemente de provecho.
También tenemos una nueva palabra de moda para cualquiera que
admire la competencia, el conocimiento, el aprendizaje y la habilidad, y que
desee difundirlos. A este tipo de personas se les llama «elitistas». Es la
palabra de moda más divertida que se ha inventado, porque la gente que no
pertenece a la élite intelectual no sabe qué es un «elitista» ni cómo se pronuncia
la palabra. En cuanto alguien grita «elitista» queda claro que es un elitista
de armario que se siente culpable por haber ido a la escuela.
Muy bien, entonces, olvida mi ingenua pregunta. El derecho a saber
de Estados Unidos no incluye el conocimiento de temas elitistas. El derecho de
América a saber implica algo que podríamos expresar vagamente como «lo que está
pasando». América tiene derecho a saber «lo que está pasando» en los
tribunales, en la Casa Blanca, en los consejos industriales, en las agencias
reguladoras, en los sindicatos… en las
sedes de los poderosos, en general.
Muy bien, yo también estoy a favor de eso. Pero, ¿cómo se va a
hacer para que la gente sepa todo eso?
Si nos conceden una prensa libre y un cuerpo de periodistas de
investigación independientes e intrépidos; no cabe duda de que, cuando haya
algo importante que saber, la gente lo sabrá.
Por supuesto, ¡siempre y cuando el público sepa leer!
La lectura es uno de esos temas elitistas a los que hacía
referencia, y el público estadounidense, en su mayoría, desconfían de los
expertos y en su desprecio por los profesores con «cabeza de chorlito», no sabe
leer y no lee.
Sin duda, el estadounidense medio puede firmar con su nombre de
forma más o menos legible, y puede entender los titulares deportivos, pero
¿cuántos estadounidenses no elitistas pueden, sin excesiva dificultad, leer
hasta mil palabras consecutivas de letra menuda, algunas de las cuales pueden
ser trisílabas?
Es más, la situación se agrava. La comprensión lectora disminuye
constantemente en las escuelas. Las señales de las autopistas, que solían ser
lecciones elementales de lectura para principiantes, están siendo sustituidas
continuamente por pequeños signos gráficos que intentan hacerlas
internacionalmente más legibles y, de paso,
ayudar a los que saben cómo conducir un automóvil pero que, al no ser
profesores «cabeza de chorlito», no saben leer.
También en los anuncios de televisión son frecuentes los mensajes
impresos. Pues bien, no dejes de mirarlos y descubrirás que ningún anunciante
cree que nadie, salvo algún elitista ocasional, pueda leer esa letra. Para
asegurarse de que algo más que esa minoría de mandarines capta el mensaje, el
locutor pronuncia cada palabra en voz alta.
Un esfuerzo honesto: Si esto es así, ¿cómo tienen los americanos
el derecho a saber? Concedan que hay ciertas publicaciones que hacen un
esfuerzo honesto por decirle al público lo que debe saber, pero pregúntense
cuántos las leen realmente.
Hay doscientos millones de estadounidenses que han pisado las
aulas en algún momento de sus vidas y que admitirían que saben leer (siempre
que se prometa no usar sus nombres y avergonzarlos ante sus vecinos), pero la
mayoría de las publicaciones periódicas decentes creen que lo están haciendo
sorprendentemente bien si tienen circulaciones de medio millón. Es posible que
sólo el 1% -o menos- de los estadounidenses se esfuerce por ejercer su derecho
a saber. Y si intentan hacer algo sobre esa base, es muy probable que se les
acuse de ser elitistas.
Sostengo que el lema «el derecho a saber de los estadounidenses»
carece de sentido cuando tenemos una población ignorante, y que la función de
una prensa libre es prácticamente nula cuando casi no hay nadie que lea.
¿Qué debemos hacer al respecto?
Podríamos empezar por preguntarnos si, después de todo, la ignorancia es tan maravillosa, y si tiene
sentido condenar el «elitismo».
Creo que todo ser humano con un cerebro físicamente normal es
capaz de aprender mucho y puede resultar sorprendentemente intelectual. Creo
que lo que nos hace falta es la aprobación social del aprendizaje y la
recompensa del esfuerzo.
Todos podemos ser miembros de la élite intelectual. Será entonces,
y sólo entonces, que una frase como «el derecho a saber de Estados Unidos» y,
de hecho, cualquier concepto verdadero de democracia, tendrán algún
significado.
Cfr. ASIMOV, Isaac: «A Cult of Ignorance», in Newsweek Magazine,
January 21, 1980, p. 19.
N. DEL T: La expresión «pointy-headed
professor», significa literalmente «profesor cabeza puntiaguda». En el uso
coloquial del lenguaje norteamericano el adjetivo tiene un matiz peyorativo y,
por lo general, se usa para referirse despectivamente al intelectual y experto
o especialista académico, es decir, al profesor universitario. En español, equivale
a «intelectualoide» o «pseudo-intelectual», pero para mantener la fuerza
expresiva de su uso despectivo optamos por traducir como «profesor cabeza de
chorlito». En el lenguaje coloquial español, la expresión «ser un cabeza de
chorlito» suele hacer referencia a alguien que tiene poca cabeza; pero no de
volumen sino de inteligencia, vale decir, de una persona de poco juicio y
ligero, o que es distraída o despistada. Como Asimov utiliza ese mismo adjetivo
para calificar al auditorio de George Wallace, como un contraste entre los
intelectuales y los anti-intelectuales, por
eso nos pareció más adecuado usar la expresión «cabeza de chorlito».
Versión española
traducida del inglés de Luis Alberto Vittor
Es difícil discutir con esa antigua justificación de la prensa
libre: «El derecho de América a saber». Parece casi cruel preguntar,
ingenuamente, «¿El derecho de América a saber qué, por favor? ¿La ciencia? ¿Las
matemáticas? ¿La economía? ¿Las lenguas extranjeras?». Ninguna de esas cosas, por supuesto. De
hecho, cabe suponer que el sentimiento popular es que los estadounidenses están
mucho mejor sin ninguna de esas tonterías. Hay un culto a la ignorancia en
Estados Unidos, y siempre lo ha habido. La cepa del anti-intelectualismo ha
sido un hilo constante que serpentea por nuestra vida política y cultural,
alimentado por la falsa noción de que la democracia significa que «mi
ignorancia es tan válida como tu conocimiento».
Los políticos se han esforzado habitualmente por hablar la lengua
de Shakespeare y Milton de la forma menos gramatical posible para evitar
ofender a su público dándoles la impresión de haber ido a la escuela. Así,
Adlai Stevenson, que incautamente permitió que la inteligencia, la educación y
el ingenio se asomaran a sus discursos, se encontró con que el pueblo
estadounidense acudía en masa a un candidato presidencial que inventó su propia
versión de la lengua y que ha sido la burla de los satíricos desde entonces.
George Wallace, en sus discursos, tenía como uno de sus
principales objetivos al «profesor cabeza de chorlito»,1 y con qué clamores de
aprobación esa frase despectiva era siempre bien recibida por su auditorio
«cabeza de chorlito».
Palabras de moda: Ahora los oscurantistas tienen un nuevo eslogan:
«¡No te fíes de los expertos!». Hace
diez años, era «No te fíes de nadie mayor de 30 años». Pero los vociferantes de
ese eslogan se dieron cuenta de que la inevitable alquimia del calendario les
transformó en mayores de 30 años indignos de confianza, según parece,
decidieron no volver a cometer ese error. «¡No te fíes de los expertos!» es
absolutamente seguro. Nada, ni el paso del tiempo ni la exposición a la
información, convertirán a estos gritones en expertos en cualquier tema que
pueda ser concebiblemente de provecho.
También tenemos una nueva palabra de moda para cualquiera que
admire la competencia, el conocimiento, el aprendizaje y la habilidad, y que
desee difundirlos. A este tipo de personas se les llama «elitistas». Es la
palabra de moda más divertida que se ha inventado, porque la gente que no
pertenece a la élite intelectual no sabe qué es un «elitista» ni cómo se pronuncia
la palabra. En cuanto alguien grita «elitista» queda claro que es un elitista
de armario que se siente culpable por haber ido a la escuela.
Muy bien, entonces, olvida mi ingenua pregunta. El derecho a saber
de Estados Unidos no incluye el conocimiento de temas elitistas. El derecho de
América a saber implica algo que podríamos expresar vagamente como «lo que está
pasando». América tiene derecho a saber «lo que está pasando» en los
tribunales, en la Casa Blanca, en los consejos industriales, en las agencias
reguladoras, en los sindicatos… en las
sedes de los poderosos, en general.
Muy bien, yo también estoy a favor de eso. Pero, ¿cómo se va a
hacer para que la gente sepa todo eso?
Si nos conceden una prensa libre y un cuerpo de periodistas de
investigación independientes e intrépidos; no cabe duda de que, cuando haya
algo importante que saber, la gente lo sabrá.
Por supuesto, ¡siempre y cuando el público sepa leer!
La lectura es uno de esos temas elitistas a los que hacía
referencia, y el público estadounidense, en su mayoría, desconfían de los
expertos y en su desprecio por los profesores con «cabeza de chorlito», no sabe
leer y no lee.
Sin duda, el estadounidense medio puede firmar con su nombre de
forma más o menos legible, y puede entender los titulares deportivos, pero
¿cuántos estadounidenses no elitistas pueden, sin excesiva dificultad, leer
hasta mil palabras consecutivas de letra menuda, algunas de las cuales pueden
ser trisílabas?
Es más, la situación se agrava. La comprensión lectora disminuye
constantemente en las escuelas. Las señales de las autopistas, que solían ser
lecciones elementales de lectura para principiantes, están siendo sustituidas
continuamente por pequeños signos gráficos que intentan hacerlas
internacionalmente más legibles y, de paso,
ayudar a los que saben cómo conducir un automóvil pero que, al no ser
profesores «cabeza de chorlito», no saben leer.
También en los anuncios de televisión son frecuentes los mensajes
impresos. Pues bien, no dejes de mirarlos y descubrirás que ningún anunciante
cree que nadie, salvo algún elitista ocasional, pueda leer esa letra. Para
asegurarse de que algo más que esa minoría de mandarines capta el mensaje, el
locutor pronuncia cada palabra en voz alta.
Un esfuerzo honesto: Si esto es así, ¿cómo tienen los americanos
el derecho a saber? Concedan que hay ciertas publicaciones que hacen un
esfuerzo honesto por decirle al público lo que debe saber, pero pregúntense
cuántos las leen realmente.
Hay doscientos millones de estadounidenses que han pisado las
aulas en algún momento de sus vidas y que admitirían que saben leer (siempre
que se prometa no usar sus nombres y avergonzarlos ante sus vecinos), pero la
mayoría de las publicaciones periódicas decentes creen que lo están haciendo
sorprendentemente bien si tienen circulaciones de medio millón. Es posible que
sólo el 1% -o menos- de los estadounidenses se esfuerce por ejercer su derecho
a saber. Y si intentan hacer algo sobre esa base, es muy probable que se les
acuse de ser elitistas.
Sostengo que el lema «el derecho a saber de los estadounidenses»
carece de sentido cuando tenemos una población ignorante, y que la función de
una prensa libre es prácticamente nula cuando casi no hay nadie que lea.
¿Qué debemos hacer al respecto?
Podríamos empezar por preguntarnos si, después de todo, la ignorancia es tan maravillosa, y si tiene
sentido condenar el «elitismo».
Creo que todo ser humano con un cerebro físicamente normal es
capaz de aprender mucho y puede resultar sorprendentemente intelectual. Creo
que lo que nos hace falta es la aprobación social del aprendizaje y la
recompensa del esfuerzo.
Todos podemos ser miembros de la élite intelectual. Será entonces,
y sólo entonces, que una frase como «el derecho a saber de Estados Unidos» y,
de hecho, cualquier concepto verdadero de democracia, tendrán algún
significado.
Cfr. ASIMOV, Isaac: «A Cult of Ignorance», in Newsweek Magazine,
January 21, 1980, p. 19.
N. DEL T: La expresión «pointy-headed
professor», significa literalmente «profesor cabeza puntiaguda». En el uso
coloquial del lenguaje norteamericano el adjetivo tiene un matiz peyorativo y,
por lo general, se usa para referirse despectivamente al intelectual y experto
o especialista académico, es decir, al profesor universitario. En español, equivale
a «intelectualoide» o «pseudo-intelectual», pero para mantener la fuerza
expresiva de su uso despectivo optamos por traducir como «profesor cabeza de
chorlito». En el lenguaje coloquial español, la expresión «ser un cabeza de
chorlito» suele hacer referencia a alguien que tiene poca cabeza; pero no de
volumen sino de inteligencia, vale decir, de una persona de poco juicio y
ligero, o que es distraída o despistada. Como Asimov utiliza ese mismo adjetivo
para calificar al auditorio de George Wallace, como un contraste entre los
intelectuales y los anti-intelectuales, por
eso nos pareció más adecuado usar la expresión «cabeza de chorlito».
No hay comentarios